Las islas del Delta hoy amanecieron sin calma. El agua está
alta, a dos metros cincuenta, dicen, y el cielo azul es un estruendo sin nubes.
Primer día de otoño. El turismo no apareció hasta ahora. Debe de ser por la
miseria que obligó al turista a viajar por el mundo y le colmó las tarjetas de
crédito. O al terrible destino de quien envía a los hijos a colegios privados,
carísimos, para que no se mezclen con la pobreza enriquecida de estos últimos
tiempos. Esto no da para más, dicen.
A pesar de todo, hay un hermoso silencio suavizado por el
viento: Sur a treinta y cinco quilómetros por hora, dicen. En ese estruendo
brillante, suena un eructo descomunal, inimaginable, como si un terremoto
hubiera soplado por un caño, de esos sin costura, de oleoducto.
Me sobresalto y trato de imaginarme de qué garganta
prodigiosa puede salir semejante sonido.
Que se repite. Y entonces caigo en que debe de tratarse del ladrido de
un perro viejo y achacoso, con los pulmones a la miseria.
Otra vez, como si intentara batir un récord, suena el
eructo olímpico.
Y una voz, desde dentro de una casa que no puedo
localizar, dice con elegancia: ¡Buen provecho!
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