El Blog de Emilio Matei

martes, 22 de julio de 2014

Lo aceptable y lo que no lo es

Uno trata de dividir, de separar, tanto entre los países como entre las personas lo aceptable de lo que no lo es. Apuntar a lo verdadero siempre es incómodo, pero hay veces en que esa incomodidad se hace poco menos que insoportable. Y eso es lo que a muchos nos está sucediendo en este mismo momento en que las explosiones despedazan a la población de la Franja de Gaza.


 Es bastante fácil separar, por ejemplo, al Vargas Llosa o al Borges escritor del reaccionario cavernícola. Qué hacer, en cambio, con la sociedad que pudo producir un Beethoven o un Marx cuando también pudo producir Goebles, Hitlers y otros monstruos por el estilo. Es cierto que esa sociedad ya es pasado y puede ser analizada con cierta precisión al ser un cuadro fijo, estático, que no va cambiando bajo nuestros ojos en el día a día. O al menos uno quiere creer que es así.
En el presente las acciones del Estado de Israel son las que producen estupefacción. Y esta reacción es máxima para quien se crió con un apellido ruso, de esos apellidos que en Argentina se asocian inmediatamente al origen judío, con abuelos inmigrantes unidos a las tradiciones culturales, no muy religiosas, y a padres librepensadores de izquierda. Un cóctel simpático, pero muy peligroso ya que pone en el cerebro de la tercera generación una atracción hacia lo judío mucho más lírica que objetiva. Todavía más cuando el apellido lo hizo a uno blanco, desde la preadolescencia y hasta bien entrada la misma, de las persecuciones de la extrema derecha neonazi de Tacuara y de los engominados personajes de la Acción Católica.
Por entonces las instituciones judías no actuaban ni ofrecían ninguna solución o protección real, pero al menos daban una contención sostenida por el sentimiento de pertenencia y la hipótesis de algún lugar donde protegerse si se llegaba a producir un pogrom. Casi siempre desde un sionismo que proponía como única solución ir a pelear a Israel, donde al menos se sabría bien quién era amigo y quién enemigo. Es decir, que lo que había que defender en realidad era al Estado de Israel, sin que importara demasiado el destino de cada judío en sí. Todo esto visto desde una especie de idea socialista en la que lo individual se perdía ante el interés común que muchas veces no era más que los negocios que hacía Israel con el gobierno argentino de turno. Así que la oferta real semioculta por los prejuicios era la de ir a un país casi teocrático siempre en guerra con el que uno podía y debía identificarse.

Debido a la violencia cotidiana que sufría en el colegio, todo judío por aquella época se había convertido en mi interior en parte de mi familia, aunque mi familia, al menos la más próxima, no había tenido más que leves y esporádicos contactos con la comunidad, claramente con la parte no religiosa. Un judío no podía ser demasiado malo, demasiado cruel, una judía no podía ser demasiado mala o demasiado puta. Al fin de cuentas éramos judíos, a lo sumo podíamos aceptar en voz baja un caso perverso como si fuera una enfermedad de la que es de mal gusto hablar: la Zwi Migdal, mafia judía que explotaba a mujeres judías polacas, disfrazada de sociedad de socorros mutuos.
Y toda violencia ejercida por un judío era justificada porque siempre era ejercida en defensa propia.
Mucho tiempo después leí a Erich Fromm(*) que decía que todas las guerras fueron comenzadas con el pretexto de la defensa propia.

Cuántas generaciones harán falta para que la tradición judía no sea más que eso, una tradición diversa y rica que muchas veces, aunque no todas, tenga un enorme encanto con la que uno se pueda identificar y ya no sea ocultada por una descomunal capa de prejuicios, rencores irreconciliables y deberes con los ancestros para justificación de una serie de expresiones de una religiosidad antediluviana y del más puro racismo, a veces folclórico y hoy criminal,  con la forma de un pensamiento que no termina de desaparecer y que el actual triunfo del liberalismo económico parece acentuar.

  


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