Democratizar a la justicia tiene
un no se qué de slogan, pero no lo es. Y no lo es porque la justicia en Argentina nunca fue
democrática, y no sólo en el sentido de no seleccionar a sus miembros mediante
métodos electivos, lo que uno asociaría a la palabra democracia, sino en el
sentido de ofrecer y garantizar iguales oportunidades y deberes a todos los
ciudadanos. Tanto a los que son parte de la justicia como a los que la padecen.
La justicia argentina siempre
fue elitista, corporativa y nepotista , que es como decir, profundamente
antidemocrática. Un reducto de los que
hicimos el país, como ellos
mismos dicen, que pasan de padres a hijos o parientes los privilegios de decir
qué está bien y qué está mal, quién tiene razón y quién no la tiene.
Olvidándose que al país no sólo lo hacen los que lo gobiernan sino también los
que se desloman todos los días para servirlos. Incluyendo a los migrantes tan desprovistos como lo fueron sus propios abuelos. Y los demás.
El poder judicial es un poder
elitista lleno de los mejores apellidos, los más tradicionales. ¿Y por qué es
así? La respuesta es tristemente sencilla, porque desde la justicia se puede
controlar todo, desde las decisiones de los otros poderes hasta la titularidad
de los bienes inmuebles. Cualquier abogado con experiencia puede aclarar esto
confirmando la condición de discrecionalidad y arbitrariedad con que un juez
puede decidir sobre cualquier cosa. En este país, dicen, la última palabra por
disparatada que sea la tiene el juez. Y luego la corporación, representada por
sus pares sociales en una Cámara de Apelaciones y muy frecuentemente en la Suprema Corte , es difícil, por
no decir imposible, que lo contradiga, sobre todo si está en juego algún
privilegio de clase.
Para dejar aún más claro qué
significa el privilegio social que tiene la clase alta de poner jueces, conviene
reafirmar que una justicia como la que tenemos implica dejar en manos de una
especie de aristocracia casi siempre de derecha y autocrática, las decisiones
del estado. Esos señorones de múltiples y patricios apellidos pueden aceptar o
rechazar una decisión de cualquiera de los otros poderes con sólo acusarla de
inconstitucionalidad. Y si esa acusación les resulta demasiado indecorosa, si
el decoro del que tanto hablan y tan poco practican existiera, pospondrían las
sentencias mediante medidas cautelares que dejarían todo como está durante
plazo tan largos como se les diera la gana.
En este tema, como en otros que
hemos visto últimamente, buena parte de la clase media cree que tiene los
mismos privilegios que el patriciado solamente por acompañarlos en sus
intereses. Y como en el caso de la defensa que suelen hacer del neoliberalismo
económico, serán ellos mismos los primeros en pagar el pato. Una forma de
suicido de la que gozan los que se dejan arrastrar por los poderosos y sus
medios y no dan ni una miserable miradita al mundo con sus propios ojos.
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