El Blog de Emilio Matei

jueves, 11 de abril de 2013

Los que miran de lejos II

Es necesario que alguna gente se dé cuenta de una vez por todas del estado en que se encuentran tantos de los que sufrieron la inundación en La Plata y alrededores. Parece ser que para unos cuantos el incidente es tan lejano que no se dan cuenta de que todavía, para muchas personas, se está lejos de poder encarar cuestiones profesionales o de trabajo. Tener la casa bajo el agua, de noche y a oscuras, es un evento traumático mayor, que tal vez a algunos les determinará la vida futura. A ver si se dan cuenta de una vez por todas. Propongo que algunos ejemplares de clase media se hagan a la idea de lo que significa una casa típica de su misma clase en la que el agua ya superó el metro de altura. Y de lo que sucede con el resto de la población.


No hay luz, apenas si se logró encender una vela que ya se está apagando o que se apagó porque alguien no tuvo cuidado y le hizo viento. La linternita del nene, de led, duró apenas quince minutos. La del camping, la que se carga dando vueltas a una manijita, quedó vaya a saber uno dónde, posiblemente en un estante que ahora está bajo el agua en el que se suelen poner las cosas de las vacaciones. Además, seguro que se mojó y que ya no sirve.
Al principio el dueño de casa puso a los chicos en el auto, cuando todavía tenía esperanzas de poder escapar, pero tuvo que volver a sacarlos porque se hizo evidente que el auto flotaba y que sería arrastrado por la corriente en cualquier momento. La terraza es el único lugar sobre el agua que queda y aunque la temperatura no es demasiado baja como todos están mojados se siente frío. A lo lejos, en la negrura completa, se escuchan gritos y palabras de urgencia desalentada.
Cuando consiguió que los chicos dejaran de llorar y se quedaran dormidos empezó a llorar la mujer, que después de soportar todo y dar una falsa sensación de fortaleza, no paró de llorar. Él no se anima a tocarla, se siente culpable aún sin darse cuenta. ¿Cuánto faltará para que amanezca?

En un rinconcito, el único que consiguió en el centro de refugiados, la mujer de espaldas a la pared, no intenta dormir, no vale la pena. Los chicos duermen desparramados por todas partes, algunos quejándose en sueños, y hay otras madres. Las más jóvenes duermen, lloran y algunas hablan entre ellas muy bajo. En el fondo unos muchachitos se ríen fuerte. Los adolescentes siempre se ríen, pobrecitos.
El marido volvió para proteger la casa de los merodeadores que seguro se aprovechan. Ella trató de convencerlo de que no fuera, para qué vas a volver, total no quedó nada que sirva, ni televisor de plasma, la más reciente adquisición de la familia, ni garrafa, ni cocina, ni camas, ni ropa, ni nada. Todo se lo llevó el agua. Ni siquiera sabe si las paredes aguantaron, lo más probable es que se hayan caído. A lo mejor el marido se ahoga, o se lo matan. Pero quién lo convence a él de quedarse entre mujeres y chicos. Casi todos los hombres, salvo los muy viejos, se fueron para cuidar o ayudar, eso fue lo que dijeron.
Alguien está vomitando.

No pretendas que te traigan los papeles que les pediste, o que te hagan el trabajo que te prometieron sin falta. Si hace tres días, o una semana, que no viene a trabajar, no busques sustituta. Si no podés ayudar al menos tratá de ponerte un poco en el lugar de ellos. No los molestes. Dales tiempo, el que necesiten para poder arrancar otra vez. Tanto los que sufren como los que se desloman ayudando están mal dormidos y tantas veces al borde de la desesperación. No te ofendas, entonces, si no te contestan de buen modo. Y tampoco te burles de sus canciones o de las extrañas parejas, del estilo de un villero de Unidos y Organizados con una rubia de Cáritas, que se forman en medio del trabajo. Todos son jóvenes y están comprometidos con los demás, con el prójimo.

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