Guardia de infantería |
Hay
gente equivocada que todavía puede ser convencida, salvo que cuando eso suceda
es posible que sea demasiado tarde.
Hace muchos años tuve la posibilidad de observar una movilización obrera en Parque de los Patricios. Lo hice desde una esquina, sobre una terraza en un primer piso que daba al parque.
Varios
vecinos habían subido ahí para seguir los acontecimientos. Los obreros, varios
cientos con una línea de bombos al frente, coreaban consignas peronistas en
contra el gobierno militar de esa época. En frente a ellos, del otro lado de la
Avenida Caseros, una línea de la guardia de infantería, de una gran cantidad de
policías a caballo, esperaban órdenes. Algunos de ellos, galones de sargento en
las mangas, les gritaban a los obreros palabras desafiantes y señalaban a uno y
a otro. Ya vas a ver vos, te tengo visto.
Ese tipo de comentarios gritaban desde la altura de sus caballos. Curiosamente
no escuché insultos y tal vez por eso las amenazas resultaban más ominosas; no
había humor, había algo definitivo en esas amenazas. Mezclados entre los
policías a caballo, se movían discretamente y de civil, hombres silenciosos y
atentos a lo que sucedía.
En
mi terraza, todos los presentes parecían escandalizados por los obreros que
perturbaban el orden, no dejaban tranquila a la gente y, seguro, terminarían estropeando el parque, que ya de por
sí estaba bastante estropeado por la falta de mantenimiento típica de esos
tiempos. Qué se creen esos, decían en
la terraza. Y hasta se oyó algún negro de
mierda, siempre jodiendo.
En
esa terraza había gente de una clase media muy baja, gente común de un barrio
común de la Ciudad de Buenos Aires, no muy diferentes a los obreros de las
fábricas de la zona que debían constituir el grueso de los manifestantes.
Durante
mucho tiempo, tal vez dos horas, los obreros siguieron cantando y los policías
amenazando y tratando de mantener la línea de los caballos que debían estar tan aburridos como ellos o tal vez nerviosos por el retumbar explosivo y continuo
de los bombos.
En
la terraza la gente también se aburría del espectáculo,
algunos bajaban a hacer alguna diligencia, otros subían a ver si había alguna
novedad, otros tomaban mate, las amigas se contaban chismes y los hombres
hablaban de fútbol. Muy pocos nos sentíamos preocupados por lo que podía
suceder o escandalizados por la actitud aparentemente tan poco humana de los
que nos rodeaban. Por que no los sacan a
patadas en el culo de una vez.
El
aumento de la tensión terminó con las conversaciones de la terraza. A pesar de
los bombos, se percibía cómo los obreros se habían quedado en silencio.
No
escuché la orden pero los policías cargaron, a caballo y sable en mano, contra
los obreros.
El
revuelo fue enorme, la altura de los caballos no dejaba ver bien qué pasaba pero
los brazos de los policías, armados con sable, subían y bajaban con una
violencia salvaje. Ahora sí los policías gritaban desaforados toda clase de
barbaridades.
En
la terraza se hizo un silencio horrorizado e incómodo.
La
batalla en la plaza era terrible, los caballos patinaban en el asfalto con esa
característica falta de elegancia y brutalidad que tienen cuando deben llevar a
jinetes peleando. Algún animal, inclusive, cayó al suelo.
Detrás
de la batalla había varios coches patrulleros con policías armados con armas
pesadas. Muy atentos a lo que sucedía aunque probablemente no podían ver gran
cosa, tal vez menos que nosotros, desde nuestra terraza.
Las
caras de la gente de la terraza se fueron cerrando. Fue evidente el cambio de
posición. Ahora se los veía pasar del desconcierto a la furia. No se puede hacer eso con la gente dijo
alguno.
De
entre los caballos, policías y obreros, salió uno de los hombres de civil. Se
acercó al patrullero que estaba debajo de la terraza, el más próximo, y,
pistola en la cintura, mostró al policía más cercano sus pantalones. Mirá a estos hijos de puta cómo me dejaron
los pantalones que eran blancos y estaban totalmente ensangrentados de la
rodilla para abajo.
Todos
los que estaban el a terraza, sin excepción, gritaron barbaridades a los
policías. Hijos de puta fue lo más
suave. Salvo alguna vieja que gritaba salvajes,
salvajes.
Tal
vez los militares del proceso, como los nazis, sabían que la reacción de la
gente común, más allá de las cuestiones declamativas, creencias hijas de las
presiones políticas o mediáticas, sería humana, en el mejor sentido de la
palabra. Por eso escondieron la violencia extrema en los campos de
concentración.
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