Simon Petliura |
Cuántos de los torturados, vejados, arruinados de todos los
modos posibles, querrían que su tragedia terminara en la perfecta venganza, en
la muerte violenta y por sus propias manos de los torturadores. Por qué eso
nunca sucede en la realidad. Por qué eso sucede siempre en las películas
norteamericanas cuyos guionistas saben detectar cualquier deseo profundo nunca cumplido en la realidad, tal vez parte esencial de todo conflicto narrativo.
Apenas hay unos poquísimos casos de venganzas satisfechas en
el mundo real. Puedo recordar dos, Shlomo
Shvarzbard que vengó la muerte de entre treinta y cincuenta mil judíos en
Ucrania por culpa de su víctima, Simón Petliura*, en París; y el
anarquista alemán Kurt Wilkens que mató al general Varela, ejecutor de los
obreros de la Patagonia. Lo normal es que los sobrevivientes sigan
siendo víctimas de sí mismos, heridos hasta lo más profundo, sin capacidad de
reacción ni regeneración. Algunos, los más fuertes, podrán pedir por justicia.
Alternativa nunca satisfactoria pero al menos práctica, políticamente correcta
y por eso mismo posible.
La tortura del torturador no es solución, salvo que se
quiera ser como él. Debería procederse con más dignidad, permitiéndoles morir
hasta mostrando alguna valentía, si la tienen. La muerte y sólo la muerte en
manos de sus torturados sería justicia.
El ojo por ojo bíblico, en algunos casos, es más piadoso que la
justicia moderna que encierra al torturador por años en una vida inhumana y deja al torturado con un
duelo interminable en la conciencia de que su victimario aún vive y recuerda su
martirio. Y aún más, que un cambio de gobierno puede dejar al torturador en
libertad, cuando no convertirlo en un héroe.
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