Treinta mil muertos entre los
que hicieron los vuelos de la muerte, los dinamitados, los fusilados, los
torturados. Y la mayor parte de los ciudadanos no se enteraron. O se dejaron
convencer de que, haciendo uso del dinero de sus robos y asaltos, los
desaparecidos disfrutaban de inmerecidas vacaciones en Europa.
Una persona, después de contarme
cómo hizo la conscripción durante los dos primeros años de la dictadura militar,
y de lo que no se animaba ni quería contar de lo que vio, me declaró, muy
suelto de cuerpo, que él no se había enterado de nada. Reacción esquizofrénica
que vi una y otra vez durante los años post Proceso.
Y que sigo viendo aún hoy, casi siempre por gente que no soporta a las Madres
de Plaza de Mayo, a las Abuelas y a los Hijos. Acto de suprema cobardía, de
suprema falta de compasión, ante la más descabellada valentía en medio del peor
sufrimiento.
Sé que esta discusión, la de si los
ciudadanos sabían o intuían o no, es antipática y parece un poco anacrónica. Pero
la propia condición de desaparecidos de los desaparecidos
la vuelve a poner en el tapete una y otra vez y la condena a una actualidad y a
una eternidad que sólo un listado de qué pasó con esas personas y sus hijos apropiados podría detener.
Volví a este tema al leer unas
declaraciones de Rudolph Herzog, el hijo de Werner Herzog, también cineasta
como él, que contó cómo el humor durante el régimen nazi, al menos hasta el año
1942, permite develar que la población estaba informada de lo que sucedía en
los campos de concentración. Por más que en la postguerra se rajara las
vestiduras diciendo lo contrario.
Weiss Ferdl fue un comediante
que, entre otros tipos de actuaciones, hizo lo que hoy se llamaría Stand Up. Este hombre, famoso en su época,
vivió en Alemania durante toda la guerra y murió dos años después de que
terminara. Lo que no lo hace sospechoso de estar públicamente contra el
nazismo, claro. Y decía el chiste que transcribo a continuación. Siempre en la
versión de Herzog hijo. Hay otras versiones que nunca difieren de esta en lo esencial:
Hice una pequeña excursión a Dachau. ¡Qué lugar! Alambre
de púas, ametralladoras, alambre de púas otra vez, todavía más ametralladoras y
otra vez alambre de púas. Pero yo les aseguro que, si quiero entrar, entro.
También se dijo que por esa época
había madres que amenazaban a sus hijos con mandarlos a Dachau si se portaban mal.
Estos últimos años, varios
escritores publicaron tanto en Europa como en Estados Unidos, libros sobre
desapariciones voluntarias. No se refieren, claro está, a sistemas represivos
que hacen desaparecer a la gente, sino a decisiones voluntarias e individuales
de personas que deciden desaparecerse.
Sea los que habitan en la calle y resultan invisibles para la gente normal, sea los que se pierden en zonas
selváticas o de difícil acceso para vivir en soledad absoluta en contacto con
la naturaleza. Uno de estos autores, Philippe Vasset, se refiere a estas
decisiones del siguiente modo: La
desaparición, es el acto de resistencia última.
Esta frase me produjo una gran
inquietud. Y ahora sé por qué. Más allá de lo que hace un pequeño burgués para
escapar al mismo mundo que lo produjo, haciendo un supremo acto de egoísmo, la
frase tiene otras implicaciones semánticas.
Creo que la desaparición pone a los
que la sufrieron del lado de la resistencia en forma definitiva. Desde allí no
se cambian las ideas, no se producen traiciones, no se bajan los brazos. Los
criminales que asesinaron a tantos de forma clandestina e inhumana, les dieron
las armas más poderosas que se pueda dar y se condenaron a una lucha sin
cuartel y sin fin. Con las desapariciones no puede haber olvido ni aunque se
quiera. Y mucho menos perdón.