domingo, 21 de junio de 2015
Pura pérdida
"Pura pérdida" cuento de Emilio Matei en la versión de la escritora y narradora oral cubano chilena Carolina Meneses Columbié.
sábado, 6 de junio de 2015
Lo mejor de Irlanda es la cerveza
A esta hora, viajan casi todos españoles. Gerentes de
empresas, pequeños comerciantes y algunos turistas que, como uno, aprovechan las tarifas
nocturnas. Por una vez Mallorca parece ser española y no un entente cordiale entre ingleses y
alemanes. Partimos.
Aterrizamos en Madrid hace media hora. El hombre, con un
tono fuerte, pero sin exagerar la indignación, dice:
──¡Alguien puede
contar qué es lo que sucede! ¡Nos van a tener así, sin información ninguna! ¿O
la compañía Ryanair nos tiene secuestrados y debo llamar a la policía?
──Señor ──contesta el sobrecargo──, la Guardia Civil no deja
bajar a nadie.
Casi de inmediato se oye la voz del comandante. Esta vez
empieza en español y no en inglés como es habitual:
──Debido a la huelga
de los maleteros, los conductores de los autobuses que deben venir a buscar al
pasaje se niegan a hacerlo aduciendo falta de seguridad.
En la voz se le nota la indignación
Qué gran cosa es estar en un país desarrollado, en un país
netamente europeo. Aquí ninguno grita ¡Rajoy, compadre, el coño de tu madre!, o
¡ven Rajoy, ven a ver el progreso que proclamas! ¡Este país no da para más!, o
¡Rajoy, padrillo maricón! O el equivalente para algún político irlandés
comemierda. No, la gente que espera de pie, en fila entre los asientos,
tratando de no pegar con los bultos a los demás, soporta la incomodidad y el
amuchamiento con una cierta dignidad alicaída.
Delante de mí, una pareja argentina cuarentona, simpática,
con el perfil de quien vive en San Isidro porque no pudo permitirse vivir en
Nordelta, aguanta también, sorprendida, tanto civismo. Esa pareja me
impresionó. Cuanta dignidad. Si se es pobre que no se note, y se mandó dos
lasañas con una cerveza y una Coca Cola ¡en un vuelo de Ryanair! Fueron los únicos
que comieron, en su ascetismo dolarizado y encepado, pagando tal vez cincuenta
euros. Hasta el sobrecargo, antipático él, se acercó y se quedó charlando con
ellos. Les dijo que las lasañas estaban muy buenas, ¿verdad?, aunque él les
habría puesto más pimienta. En su sonrisa se notaba la admiración y obsecuencia
ante gente tan poderosa. Y, en realidad,
el placer que le producía, con toda seguridad, ganarse la medalla al mejor
empleado de la empresa, futura quebrada, de low
cost, por vender lo invendible. La última porción de comida se la habían
vendido seis años antes a un jeque árabe, príncipe decimonono de una monarquía
del golfo, a quién se le había roto el ultraliviano con el que pensaba tener el
record Mallorca-Madrid y qué, como lo esperaba su amante sueca en Barajas,
decidió tomar el primer avión que saliera sin hacerle asco al populacho.
Disculpándome por la digresión, continúo con el testimonio
de tan notables eventos.
Yo tenía a mi cargo dos valijas de las medidas aceptadas y
una mochila idem colgando de mis hombros. Mi mujer traía la última valija y a
los dos niños, semidormidos, ya que era medianoche.
Por fin se nos autorizó a bajar. Frente a la escalera la
tripulación, furibunda, trataba de poner cara de circunstancias. Y no lo
lograba.
Cuando enfrenté la salida vi una escalerita de aluminio, que
si bien tenía barandas, bajaba abruptamente hacia el suelo, unos tres metros
más abajo, ofreciendo apenas medio metro de ancho. Una rápida imagen en blanco
y negro de películas de la segunda guerra mundial pasó por mi conciencia. Y
luego supe, con claridad supina, que no podría bajar más que una valija por
vez. Detrás de mí mi mujer y los niños y una treintena de estoicos pasajeros.
Apechugué, bajé una por una las valijas y subí, cada vez, en una atlética
demostración de saltos de a tres escalones. Nadie me lo agradeció.
La pista, a cien metros de la terminal donde nos esperaban,
daba una imagen más que bananera. Salvo el despliegue tecnológico, totalmente
inutilizado por una simple huelga de maleteros españoles. Tres o cuatro aviones
como el nuestro, estaban en situación parecida. Alguno casi vacío ya, otro
totalmente lleno. Una cantidad enorme de carritos portamaletas estaban
ordenados con extremo cuidado haciéndose cargo de lo que en Argentina llamaríamos
piquete, impidiendo a los aviones de la compañía irlandesa, los accesos a las
mangas de carga y descarga de pasajeros.
Delante de los carritos tan bien alineados y enfrentando a
pasajeros y personal de abordo y otros de la terminal, reconocibles por elegantes
chalecos fluo, una camioneta de la Guardia Civil con tres miembros de la
fuerza.
De pronto, aparece un autobús y se detiene, puta madre,
delante de otro de los aviones. Los afortunados se introducen en un instante
pero el conductor decide quedarse una decena de minutos charlando con un
Guardia Civil. La muchedumbre en la pista, teniendo en cuenta que ningún avión
estaba a más de treinta metros del otro con las narices apuntando al medio como
en un baile en ronda, se hizo más apretada. Cada cual vigilando sus
pertenencias como corresponde. Y ningún grupo de Swat o de la Guardia de
Infantería munidos de Itacas para responder a un pasaje irsuto y enfurecido por
la espera, se dejó ver. Qué grande el desarrollo, tan lejos de lo que habría
sucedido en Argentina. Sentí nostalgia por un pasado que nunca había tenido, el
de un país ordenado como corresponde.
A fuer de ser sincero, debo confesar que en algún momento
pasó algo poco simpático. A un pasajero, ingenuo él, o muy vicioso, se le
ocurrió prender un cigarrillo. ¡APAGUE ESE CIGARRILLO! ¡QUÉ AQUÍ NO SE FUMA! Un
frío corrió por mi espalda y, podría jurarlo, por la espalda de más de uno. El
tono no dejó lugar a dudas. La democracia post Moncloa no permite que se digan
ciertas cosas. A menos que uno sea negro y migrante. Pero el texto no dicho
explícitamente fue claro: “¡o te corto los cojones, te los meto en la boca y te
la coso para que no puedas escupirlos!”. Otra vez una imagen difusa pareció
pasar como espectro encima de mi cabeza. Vi un grupo de hombres en sotana y
bonetes, con máscaras apenas agujereadas a nivel de los ojos, de esos que
llevan a pasear la Virgen, transportando al fumador para quemarlo en la
hoguera. Sí, reconozco que puedo ser un tanto fantasioso y exagerado con la
excusa de las licencias poéticas, o tal vez la edad no haya conseguido hacerme
perder la memoria. Todavía recuerdo el último uso del garrote vil. Pero quien
haya oído a un Guardia Civil dar una orden, sabrá de qué hablo.
Luego de unos quince minutos volvió el mismo autobús a
buscarnos. Esas imágenes del desarrollo no me abandonarán nunca: el avión a
oscuras, la puerta abierta, la escalera de aluminio, todo ese abandono a metros
de uno, y todo el personal de abordo, capitán, copiloto, sobrecargo, azafatas,
y el personal de tierra con el coqueto chaleco fluo, mezclados con los
pasajeros, haciendo ese viaje de medio minuto hasta la terminal en una
promiscuidad de soviet, democrática hasta la nausea.
Ah, me olvidaba, no puedo terminar esta narración si
recordar a este siempre útil paradigma: ¿acaso uno no paga los impuestos? En
este caso lo debe de haber pensado algún español de esos que votan a Esperanza
Aguirre, cuya mirada me da más miedo que la de cualquier capo mafia norteamericano.
jueves, 4 de junio de 2015
El hombre del San Jorge
San Jorge, montado en brioso corcel, planta su lanza en el pecho
del dragón. San Jorge tatuado en el pecho del hombre, el hombre sentado a la mesa del all inclusive mallorquín, en tiempos
anteriores a la temporada, en tiempos en el que los espacios los ocupan
ingleses de clase obrera, escoceses de clase obrera y algunos extraños y
silenciosos personajes de los países del este de Europa. Todos aprovechando la
oferta.
El hombre es británico, sin lugar a dudas. Para el tamaño de
los tatuajes de los ingleses y sus mujeres, el San Jorge del hombre es chico y
discreto. Allí, en la izquierda del pecho, donde se supone que está el corazón,
da testimonio de un regimiento que ni siquiera existe ya, fusionado con tantos
otros, tal vez por razones técnicas, tal vez, y lo más probable, para ahorrar.
Ahorrar dinero, claro, ahorrar vidas no entra en la que se suele llamar ecuación económica.
El hombre, con el San Jorge en el pecho, está sentado en una
silla metálica, a la mesa metálica en la que apoya su quinto o sexto vaso de
plástico con un fondo de cerveza. No es un tipo imponente, como casi todos los
demás, que lo son o por su tamaño o por sus enormes vientres. Es un tipo que no
debe de medir más de un metro setenta. Enjuto y arrugado, en la cincuentena o
poco más. No mucho más.
Lo veo de frente. Por eso veo a San Jorge matando, como se
suele decir en vena literaria, eternamente a su dragón. A los lados del hombre
están las piernas. Digo, las piernas artificiales, las prótesis modernas que se
usan ahora: apenas un cono superior donde poner los muñones, un hierro vertical
y unos pies de vaya uno a saber qué aleación. Todo muy moderno, sin lugar a
dudas. La imagen no deja de ser humorística. Aunque no sé por qué. Tal vez por
su perversión.
El hombre del San Jorge tiene una mirada casi dulce, aunque
algo perdida. Tal vez una mirada de resignación. Tal vez. Uno no puede dejar de
influenciarse con su propia imaginación. Y entonces veo el brazo derecho del
hombre, amputado antes del codo. Y ya me queda sólo el horror.
Más adelante vi cómo conseguía flotar en la piscina y jugar
a los dardos, típicos dardos de cualquier pub anglosajón. Todo lo hacía con la
misma expresión. O con la misma falta de expresión.
Busqué el regimiento. No fue fácil, su regimiento original
ya no existe más, es apenas parte de uno más moderno. Afganistán.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)