Uno trata de dividir, de separar, tanto entre los países
como entre las personas lo aceptable de lo que no lo es. Apuntar a lo verdadero
siempre es incómodo, pero hay veces en que esa incomodidad se hace poco menos
que insoportable. Y eso es lo que a muchos nos está sucediendo en este mismo
momento en que las explosiones despedazan a la población de la Franja de Gaza.
En el presente las acciones del Estado de Israel son las
que producen estupefacción. Y esta reacción es máxima para quien se crió con un
apellido ruso, de esos apellidos que en Argentina se asocian inmediatamente al
origen judío, con abuelos inmigrantes unidos a las tradiciones culturales, no
muy religiosas, y a padres librepensadores de izquierda. Un cóctel simpático,
pero muy peligroso ya que pone en el cerebro de la tercera generación una atracción
hacia lo judío mucho más lírica que objetiva. Todavía más cuando el apellido lo
hizo a uno blanco, desde la preadolescencia y hasta bien entrada la misma, de
las persecuciones de la extrema derecha neonazi de Tacuara y de los engominados
personajes de la Acción Católica.
Por entonces las instituciones judías no actuaban ni
ofrecían ninguna solución o protección real, pero al menos daban una contención
sostenida por el sentimiento de pertenencia y la hipótesis de algún lugar donde
protegerse si se llegaba a producir un pogrom.
Casi siempre desde un sionismo que proponía como única solución ir a pelear a
Israel, donde al menos se sabría bien quién era amigo y quién enemigo. Es
decir, que lo que había que defender en
realidad era al Estado de Israel, sin que importara demasiado el destino de
cada judío en sí. Todo esto visto desde una especie de idea socialista en la que
lo individual se perdía ante el interés común que muchas veces no era más
que los negocios que hacía Israel con el gobierno argentino de turno. Así que
la oferta real semioculta por los prejuicios era la de ir a un país casi teocrático siempre en guerra con el que uno podía y debía identificarse.
Debido a la violencia cotidiana que sufría en el colegio,
todo judío por aquella época se había convertido en mi interior en parte de
mi familia, aunque mi familia, al menos la más próxima, no había tenido más que
leves y esporádicos contactos con la comunidad, claramente con la parte no
religiosa. Un judío no podía ser demasiado malo, demasiado cruel, una judía no
podía ser demasiado mala o demasiado puta. Al fin de cuentas éramos judíos, a
lo sumo podíamos aceptar en voz baja un caso perverso como si fuera una
enfermedad de la que es de mal gusto hablar: la Zwi Migdal , mafia judía
que explotaba a mujeres judías polacas, disfrazada de sociedad de socorros
mutuos.
Y toda violencia ejercida por un judío era justificada
porque siempre era ejercida en defensa propia.
Mucho tiempo después leí a Erich Fromm(*) que decía que todas las guerras fueron
comenzadas con el pretexto de la defensa propia.
Cuántas generaciones harán falta para que la tradición
judía no sea más que eso, una tradición diversa y rica que muchas veces, aunque
no todas, tenga un enorme encanto con la que uno se pueda identificar y ya no sea ocultada por una descomunal capa
de prejuicios, rencores irreconciliables y deberes con los ancestros para
justificación de una serie de expresiones de una religiosidad antediluviana y del
más puro racismo, a veces folclórico
y hoy criminal, con la forma de un
pensamiento que no termina de desaparecer y que el actual triunfo del
liberalismo económico parece acentuar.