El Blog de Emilio Matei
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miércoles, 7 de agosto de 2013

Vivir en un country, la seguridad y otras yerbas

Los barrios cerrados, como los yates, definen con mucho cuidado la alteridad. Quién es el otro. Pero no pueden vivir sin él. Entonces ¿cómo hacer para mantener las distancias cuando el otro está ahí, pegado a nosotros, cuidando, limpiando, cocinando, manejando o reparando?
Entrada a Country
El problema no tiene solución en el mundo real. Sí en la psicología del amo, propietario, dueño, privilegiado, ahí sí. En ese sentido hay algunas técnicas. Lo no nominado no existe, se dice. Borges fue un fanático de esa idea. Pero tampoco es cuestión de innominar tanto al sirviente, que desaparezca por completo y deje de servir. Por lo tanto, hay que negociar. Y la negociación suele terminar con un sustantivo que le quite toda especificidad. La generalización suele ser una buena forma de deshumanizar al sujeto convirtiéndolo en no mucho más que un concepto.

En los yates, que llamo así aunque no me guste el anglicismo, pero es el que mejor define a qué me estoy refiriendo, o en la jardinería, para tomar sólo dos ejemplos, el encargado pasa a ser el hombre. “Decile al hombre que no venga esta semana, hizo frío y el pasto no creció”, “Decile al hombre que salimos el martes de mañana, que llene la heladera”.
Y así el hombre, al que no se ve por definición, sabe cuándo estamos y cuándo no, cómo nos llevamos con los hijos o con nuestras parejas, cuánto queremos o cuánto odiamos a nuestros padres, si recibimos a un amante de nuestro propio sexo o del otro, si somos swingers o si nuestra casa se convierte en un garito clandestino todos los jueves.
El caso más paradigmático es el de los yates no demasiado grandes. El camarote principal, el único o al menos el que tiene una cama doble, suele estar a proa. Pero la proa de un barco es muy angosta, por lo que siempre queda un espacio triangular más allá de la cama señorial. Y allí, a dónde hay que introducirse por un espacio mínimo aislado de la cubierta por una tapa, que en náutica se suele llamar tambucho, aislado apenas por una pared de terciado, duerme el hombre. Duerme mal, en un espacio mínimo y casi vertical, a centímetros apenas de las cabezas de los patrones, para los que él no es más que un objeto, casi una parte del patrimonio, que cobra más por estar a disposición que por el trabajo que realiza: no trabaja casi nada, qué barbaridad.
Pero el hombre tiene oídos.


La recomendación para los que usan de los hombres es que busquen la definición de mercenario y que luego, munidos de ella, lean “El Príncipe”, de Niccolò Machiavelli.

domingo, 29 de julio de 2012

La falsa seguridad


Estar vivo implica la posibilidad de morir. Y no sólo esa, sino la de ser asaltado, robado, violado, toturado o burlado. Pero también la posibilidad de ser amado, querido, respetado, admirado y todas las posibilidades que tiene la naturaleza para producir placer en el hombre.
Es humano tratar de disminuir lo negativo y acrecentar lo positivo pero la experiencia indica que perder mucho tiempo en hacerlo sólo conduce a perder lo bueno y aumentar el riesgo de lo malo.
Bomberos ingleses
Ya comenté lo de los bomberos londinenses y el riesgo de blindarse demasiado. Todos los días nos dicen los expertos que tener armas con uno no sólo no nos protege sino que aumenta la posibilidad de ser agredidos o, muchas veces, de que la agresión sea mucho más severa.

Esta nota debería ir hacia el concepto de seguridad y hacia sus debilidades y no hacia un caso particular visto desde una subjetividad particular, pero no puedo evitar contar esta historia porque creo que simplifica muchísimo la descripción de lo que en realidad sucede.

Hace unos cuantos años me robaron en una isla de Tigre. A un vecino, un tipo conocido por macho feroz, de derecha extrema y amante de las armas, también le habían robado. Tanto mi vecino como yo no teníamos embarcación para ir a hacer la denuncia así que fuimos en una prestada por un alma caritativa. Un gomoncito diminuto y semidesinflado. A mí me tocó manejar así que mi vecino que aparte de ser muy de derecha era bastante gordito, se sentó en la proa. Cada vez que yo aceleraba, la proa se hundía y él se mojaba el culo. Teniendo en cuenta que esto sucedió en pleno invierno y en un día nublado y con lloviznas, el tema debe de haberle sido bastante desagradable. Confieso que aceleré varias veces pero no por maldad sino por una cuestión ideológica, que quede bien claro.
Gomoncito
Durante el viaje tuvimos oportunidad de charlar bastante:

    ¿Qué te robaron? —le pregunté por sobre el estruendo del motorcito.
    Los muy turros me vaciaron el galponcito del fondo. Y lo peor de todo es que los vi, tuve que ver por la ventana cómo me desvalijaban.
    Pero no es que vos tenés armas en tu casa.
    Sí, tengo un 44 magnum, un 38 especial y una Ingram con balas de mercurio.
    ¿Entonces?
    Y.
    Y qué —dije.
    Y, no los iba a matar.
    Claro, pero podrías haber tirado hacia arriba, al menos para asustarlos.
    No, imaginate que si se dan cuenta que estoy, capaz que se me vienen encima, ellos eran tres.
    ¿Estaban armados?
    No
   
    Mirá si después, cuando me voy, me queman la casa.

Cuando llegamos a la delegación de Policía de Islas, y después de hacer la denuncia y mientras se terminaban de hacer los papeles, mi vecino y el oficial se dedicaron a intercambiar conocimientos sobre armas.

    Dese cuenta —dijo el oficial—, en la Isla hay un montón de pelotudos que traen armas tremendas, ultramodernas, y las dejan en las casas. Después los ladrones se las roban y las usan contra nosotros que tenemos fierros viejísimos que tiran de milagro.
    Qué barbaridad —dijo mi vecino.

A la vuelta aceleré muchas más veces y le volví a hacer los correspondientes baños de asiento. Nobleza obliga, debo reconocer que mi vecino se portó como un varoncito: nunca se quejó. Y como de gomones no entendía nada y el nuestro daba lástima de desinflado, no creo que se haya dado cuenta que se habían burlado de él y que su verdadero riesgo había sido viajar conmigo.