En el setenta y siete Montevideo era una ciudad de machos
abandonados. En cada bar vegetaba un cuarentón bajo y delgado que parecía diez
o veinte años más, frente a un vasito de alcohol que el mozo volvía a llenar intercambiando
apenas una palabra sobre el tiempo o sobre el fútbol. No convenía mirar al
bebedor solitario. Si uno lo hacía casi seguro que recibiría un ¡qué mira, usté,
¿tengo monos en la cara?!, primer paso a una escena de violencia. Como si fuera
bien de hombre rodearse de una burbuja impenetrable que protegiera el roedor
dentro de la cabeza que se retorcía por una mirada ajena. Creo que era parte de
la culpa de esos hombres por no tener suficiente hombría para encarar el
suicidio de una buena vez y no dividido en mil vasitos de alcohol. Y entonces
la voz clara, perfecta, de Victor Hugo Morales en la radio. Una voz inadecuada,
anacrónica. ¿Qué hacía un locutor así en ese país asesinado?, en la ciudad gris
donde la humedad del invierno chorreaba por las paredes. ¿Qué hacía una voz
joven y alegre en un país de viejos abandonados? Al menos en Argentina... Y se
fue a Argentina.
Tres millones y poco más de habitantes en los sesentas, tres
millones y poco más de habitantes en los setentas y hoy, cuarenta años después,
todavía, tres millones y poco más de habitantes. Y colonias de uruguayos en
Canadá, en Australia, en Francia, en Suecia y hasta en Argentina y Brasil. Qué
pasó. Qué sigue pasando en Uruguay. “En este país
no hay futuro para los jóvenes”, me dijo el mago Federico, de
treinta años, que siempre habla en frases hechas. Y su tristeza era tan
auténtica que le puso lágrimas en los ojos. Tenés que irte del país, le dijo la
madre.
Estos últimos años, a lo mejor en estos últimos diez años, muy
de a poco, con la calma y la desconfianza tradicional de los uruguayos cuando
se trata de encarar un cambio, se fueron pintando las casas sin tener miedo al
color. Volvió a haber buen teatro y se filmaron películas. Se escuchó nueva
música, se escuchó a nuevos músicos, aparecieron escritores interesantes. Algo
se cocina siempre en Montevideo, esa olla de jubilados y empleados públicos en
caldo joven de tejido de punto, marihuana y esoterismos. Algo bueno se cocinó a
pesar de todo. Y a pesar del orgullo y la mítica garra, o tal vez por eso
mismo, todavía se van, siempre se van. Sigue habiendo, como dije, tres millones
y poco más de habitantes. Y en los bares, hoy en día, al hombre, al macho
abandonado frente al vasito de alcohol, nadie lo mira porque nadie lo ve. En
los bares, hoy en día, un partido de fútbol entre Lituania y Camerún transmitido
por un canal argentino y dos pizzas al precio de una.