El Blog de Emilio Matei

lunes, 5 de agosto de 2013

Profecía autocumplida

Momento raro, éste. Después del caso Snowden, el técnico, más que topo, que denunció el espionaje de los correos electrónicos, redes sociales y todo tipo de comunicación vía Internet, aparece un aviso internacional de peligro de atentados terroristas emitido por los que espían. Uno puede ser exagerado en su suspicacia, pero es difícil no relacionar, no dar una relación causal, a ambas cosas.

Justo cuando la mayor parte de los países, en forma más directa o más sutil según el grado de dependencia política o económica con los Estados Unidos, critican la intrusión de los servicios de informaciones, aparece una eventual justificación de un sistema que no puede dejar de repugnar.
Alerta general. Cierran embajadas norteamericanas y muchas europeas, certificando una vez más la dependencia torpe y obsecuente que adoptan los europeos en la actualidad respecto a su socio más importante debido a una amenaza que tiene como principal consecuencia la justificación de la pérdida de derechos de sus ciudadanos a cambio de una seguridad más que dudosa. Cuando para muchos especialistas, Al Qaeda y otros grupos de terroristas, saben del control que existe sobre las comunicaciones y actúan en consecuencia.

En este contexto la amenaza puede ser cierta o falsa, pero a Estados Unidos le conviene que sea cierta y que, gracias al espionaje masivo, con resultados menores o aún mayores aunque previstos por un sistema cuyos errores en el pasado fueron trágicamente enormes, haya una demostración de eficiencia. Escenario por lo menos peligroso que podría impulsar a algún fundamentalista del fisgoneo a producir una profecía autocumplida, no sea cosa que alguien quiera reafirmar mediante la muerte de personas la validez de un sistema que deteriora algunos de los códigos fundamentales del mundo civilizado. El derecho a la privacidad.

1 comentario:

  1. DICE NOAM CHOMSKY

    Primeros apuntes históricos de la propaganda

    Empecemos con la primera operación moderna de propaganda llevada a cabo por un gobierno. Ocurrió bajo el mandato de Woodrow Wilson. Este fue elegido presidente en 1916 como líder de la plataforma electoral Paz sin victoria, cuando se cruzaba el ecuador de la Primera Guerra Mundial. La población era muy pacifista y no veía ninguna razón para involucrarse en una guerra europea; sin embargo, la administración Wilson había decidido que el país tomaría parte en el conflicto. Había por tanto que hacer algo para inducir en la sociedad la idea de la obligación de participar en la guerra. Y se creó una comisión de propaganda gubernamental, conocida con el nombre de Comisión Creel, que, en seis meses, logró convertir una población pacífica en otra histérica y belicista que quería ir a la guerra y destruir todo lo que oliera a alemán, despedazar a todos los alemanes, y salvar así al mundo. Se alcanzó un éxito extraordinario que conduciría a otro mayor todavía: precisamente en aquella época y después de la guerra se utilizaron las mismas técnicas para avivar lo que se conocía como Miedo rojo. Ello permitió la destrucción de sindicatos y la eliminación de problemas tan peligrosos como la libertad de prensa o de pensamiento político. El poder financiero y empresarial y los medios de comunicación fomentaron y prestaron un gran apoyo a esta operación, de la que, a su vez, obtuvieron todo tipo de provechos.

    Entre los que participaron activa y entusiásticamente en la guerra de Wilson estaban los intelectuales progresistas, gente del círculo de John Dewey. Estos se mostraban muy orgullosos, como se deduce al leer sus escritos de la época, por haber demostrado que lo que ellos llamaban los miembros más inteligentes de la comunidad, es decir, ellos mismos, eran capaces de convencer a una población reticente de que había que ir a una guerra mediante el sistema de aterrorizarla y suscitar en ella un fanatismo patriotero. Los medios utilizados fueron muy amplios. Por ejemplo, se fabricaron montones de atrocidades supuestamente cometidas por los alemanes, en las que se incluían niños belgas con los miembros arrancados y todo tipo de cosas horribles que todavía se pueden leer en los libros de historia, buena parte de lo cual fue inventado por el Ministerio británico de propaganda, cuyo auténtico propósito en aquel momento —tal como queda reflejado en sus deliberaciones secretas— era el de dirigir el pensamiento de la mayor parte del mundo. Pero la cuestión clave era la de controlar el pensamiento de los miembros más inteligentes de la sociedad americana, quienes, a su vez, diseminarían la propaganda que estaba siendo elaborada y llevarían al pacífico país a la histeria propia de los tiempos de guerra. Y funcionó muy bien, al tiempo que nos enseñaba algo importante: cuando la propaganda que dimana del Estado recibe el apoyo de las clases de un nivel cultural elevado y no se permite ninguna desviación en su contenido, el efecto puede ser enorme. Fue una lección que ya había aprendido Hitler y muchos otros, y cuya influencia ha llegado a nuestros días.

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