El Blog de Emilio Matei

sábado, 29 de septiembre de 2012

La violencia real

Guardia de infantería
Hay gente equivocada que todavía puede ser convencida, salvo que cuando eso suceda es posible que sea demasiado tarde.

La violencia real y objetiva es algo horrible, siniestro; insoportable para la mayor parte de las personas. La mayor parte de los que atacan con violencia verbal a un gobierno democráticamente elegido, no tienen en cuenta esto.

Hace muchos años tuve la posibilidad de observar una movilización obrera en Parque de los Patricios. Lo hice desde una esquina, sobre una terraza en un primer piso que daba al parque.
Varios vecinos habían subido ahí para seguir los acontecimientos. Los obreros, varios cientos con una línea de bombos al frente, coreaban consignas peronistas en contra el gobierno militar de esa época. En frente a ellos, del otro lado de la Avenida Caseros, una línea de la guardia de infantería, de una gran cantidad de policías a caballo, esperaban órdenes. Algunos de ellos, galones de sargento en las mangas, les gritaban a los obreros palabras desafiantes y señalaban a uno y a otro. Ya vas a ver vos, te tengo visto. Ese tipo de comentarios gritaban desde la altura de sus caballos. Curiosamente no escuché insultos y tal vez por eso las amenazas resultaban más ominosas; no había humor, había algo definitivo en esas amenazas. Mezclados entre los policías a caballo, se movían discretamente y de civil, hombres silenciosos y atentos a lo que sucedía.
En mi terraza, todos los presentes parecían escandalizados por los obreros que perturbaban el orden, no dejaban tranquila a la gente y, seguro, terminarían estropeando el parque, que ya de por sí estaba bastante estropeado por la falta de mantenimiento típica de esos tiempos. Qué se creen esos, decían en la terraza. Y hasta se oyó algún negro de mierda, siempre jodiendo.
En esa terraza había gente de una clase media muy baja, gente común de un barrio común de la Ciudad de Buenos Aires, no muy diferentes a los obreros de las fábricas de la zona que debían constituir el grueso de los manifestantes.
Durante mucho tiempo, tal vez dos horas, los obreros siguieron cantando y los policías amenazando y tratando de mantener la línea de los caballos que debían estar tan aburridos como ellos o tal vez nerviosos por el retumbar explosivo y continuo de los bombos.
En la terraza la gente también se aburría del espectáculo, algunos bajaban a hacer alguna diligencia, otros subían a ver si había alguna novedad, otros tomaban mate, las amigas se contaban chismes y los hombres hablaban de fútbol. Muy pocos nos sentíamos preocupados por lo que podía suceder o escandalizados por la actitud aparentemente tan poco humana de los que nos rodeaban. Por que no los sacan a patadas en el culo de una vez.
El aumento de la tensión terminó con las conversaciones de la terraza. A pesar de los bombos, se percibía cómo los obreros se habían quedado en silencio.
No escuché la orden pero los policías cargaron, a caballo y sable en mano, contra los obreros.
El revuelo fue enorme, la altura de los caballos no dejaba ver bien qué pasaba pero los brazos de los policías, armados con sable, subían y bajaban con una violencia salvaje. Ahora sí los policías gritaban desaforados toda clase de barbaridades.
En la terraza se hizo un silencio horrorizado e incómodo.
La batalla en la plaza era terrible, los caballos patinaban en el asfalto con esa característica falta de elegancia y brutalidad que tienen cuando deben llevar a jinetes peleando. Algún animal, inclusive, cayó al suelo.
Detrás de la batalla había varios coches patrulleros con policías armados con armas pesadas. Muy atentos a lo que sucedía aunque probablemente no podían ver gran cosa, tal vez menos que nosotros, desde nuestra terraza.
Las caras de la gente de la terraza se fueron cerrando. Fue evidente el cambio de posición. Ahora se los veía pasar del desconcierto a la furia. No se puede hacer eso con la gente dijo alguno.
De entre los caballos, policías y obreros, salió uno de los hombres de civil. Se acercó al patrullero que estaba debajo de la terraza, el más próximo, y, pistola en la cintura, mostró al policía más cercano sus pantalones. Mirá a estos hijos de puta cómo me dejaron los pantalones que eran blancos y estaban totalmente ensangrentados de la rodilla para abajo.
Todos los que estaban el a terraza, sin excepción, gritaron barbaridades a los policías. Hijos de puta fue lo más suave. Salvo alguna vieja que gritaba salvajes, salvajes.

Tal vez los militares del proceso, como los nazis, sabían que la reacción de la gente común, más allá de las cuestiones declamativas, creencias hijas de las presiones políticas o mediáticas, sería humana, en el mejor sentido de la palabra. Por eso escondieron la violencia extrema en los campos de concentración.

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