El Blog de Emilio Matei

martes, 12 de febrero de 2013

El riesgo del poder

Hace tiempo leí que lo peor que le podía pasar a alguien muy importante, como un jefe de estado, por ejemplo, era tener un accidente que requiriera atención especializada. La figura encumbrada debía ser atendida por una figura casi tan importante como él pero en el campo de la medicina, ya que menos sería una vergüenza. Claro que esos médicos de cargos tan altos era probable que se dedicaran a la política más que a la medicina, cuya práctica habría sido abandonada hacía muchos años. Así que ser tratado por uno de esos médicos constituía una condena a muerte. Se decía que la suerte de Ronald Reagan, cuando sufrió el atentado, fue que los hechos habían sucedido muy cerca de un hospital cuya emergencia recibía permanentemente heridos por actos de violencia extrema, con médicos expertos acostumbrados a tratar a diario con palazos, cuchilladas y heridas de bala.

Cuatriciclos
Hace tiempo, también, le pregunté a un policía que me había parado para controlar mis documentos por qué no paraba nunca coches de lujo con vidrios polarizados. No se lo dije de buen modo porque no estaba de humor, pero el policía no se inmutó, me dijo en un tono docente algo desalentado que no valía la pena. Mirá, me dijo, si lo paro, baja la ventanilla y me dicen ¿qué sucede agente? Y me lo dicen con una sonrisita que si pudiera le metería una trompada que no le dejaría un diente sano y que me mandaría directo a la cárcel. Si le pido los documentos pueden pasar dos cosas, que me los muestren siempre con el mismo gestito o que cierren la ventanilla y sigan viaje. Y yo qué puedo hacer, ¿voy a sacar la pistola y les voy a tirar? Si les pongo una multa saben ellos y sé yo que no la van a pagar nunca por lo que no pierdo tiempo ni gasto papel. Así son las cosas. Ellos siguen a ciento ochenta o doscientos kilómetros por hora y yo les deseo un lindo accidente, que se hagan mierda, y a otra cosa mariposa.

En el Partido de la Costa, dos chicos en cuatriciclo chocan, uno, de once años, queda en coma. ¿Pero no era que había que tener dieciséis años como mínimo para conducir vehículos automotores y, en algunos casos, llevar casco? No, parece que en zonas turísticas, sobre todo en las que veranea gente de alto poder adquisitivo, no hace falta. Y las calles se llenan de chicos, a veces de nueve y diez años, manejando vehículos que pueden alcanzar velocidades de hasta ochenta kilómetros por hora.
Aún más, en Mar Azul, donde terminan las urbanizaciones del Partido de la Costa, hay una especie de avenida de arena de unos cincuenta metros de ancho que  corre al borde de una playa que no suele tener más de treinta, y que la separa de la civilización. En esa avenida sólo pueden circular motos, cuatriciclos y vehículos cuatro por cuatro. Es decir, que si uno quiere ir a la playa a pegarse un baño de mar, tiene previamente que cruzar esa vía enloquecida de niños y adultos que disparan a toda velocidad convencidos de que son una especie de Indiana Jones. ¡Y para colmo somos campeones del Dakar en cuatriciclo! No hay Chapulín Colorado que nos pueda defender ahora.

Moto de agua
Pero la cosa no se reduce a los caminos. En las islas del delta del Paraná, en el partido de Tigre, las motos de agua, hechas para llevar como mucho a dos personas, es posible verlas transportar a mamá, papá y hasta tres hijitos instalados como el queso en un sándwich de hamburguesa doble. A veces con salvavidas, a veces no, dado que el espacio no alcanza. Y el que conduce puede ser uno de los chicos. Y todo a la vista de los vigilantes de la Prefectura, encargados de la seguridad en el agua.

Como dice Segismundo en La Vida es Sueño de Calderón de la Barca: qué privilegios tuvieres que yo no gocé jamás.

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