Desde el
24 de marzo de 1976, cuando comienza el autodenominado Proceso de Reorganización Nacional, hasta 1983, cuando llega la democracia a Argentina, pasaron
varias generaciones de soldados conscriptos. La mayor parte de ellos de entre
dieciocho y veintiún años, salvo los pocos que pedían prórrogas por estudios y
algunas otras razones y que podían tener hasta veintiséis o más.
Se trata
de miles de jóvenes que funcionaron como mano de obra, a todos los efectos,
esclava, de los militares que nunca tanto como durante esos años tuvieron en
sus manos poder de vida o muerte.
Escuché que se quería interrogar a esos muchachos, ya hombres, en algunos casos de más de cincuenta años, sobre lo que habían vivido y visto en sus años bajo las armas. La idea era que ayudaran a reconstruir historias de desapariciones. Pero no debe de haber prosperado, o no se puso mucho énfasis en el asunto porque no volví a oír hablar de ese tema.
Hace poco
tuve oportunidad de hablar con uno de esos muchachos, ya un hombre de cincuenta
y cuatro años. No recuerdo bien qué lo llevó a comentar el tiempo que pasó en
la conscripción, en 1976. Por entonces, me dijo, yo era un pibe laburante intermitente, un
muchacho de barrio medio vago porque mi viejo tenía camiones y le iba bastante
bien. Y continuó con comentarios truncos, llenos de sobreentendidos que sólo él
comprendía, de su tiempo de soldado. Algunas cosas, sin embargo, me quedaron
claras. Los torturados que tenían que llevar en tren, los gritos, los cadáveres,
la luz que titilaba cuando usaban la picana en el cuartel. Y la necesidad desanimada de justificarse por no haber hecho nada, por haber sido mano de obra de
asesinos y torturadores.
Pero cómo
podría haber sido de un modo diferente. Los soldados conscriptos que tenían
proximidad con cualquiera de las organizaciones guerrilleras o que, simplemente,
no le gustaban a sus jefes, eran los primeros en ser torturados hasta morir. Era
muy improbable, entonces, y suicida, que algún soldado pudiera defender a los cautivos o
como mínimo desertar para no ser parte de la masacre.
Por eso a
esos muchachos, muchos de los que todavía no habían consolidado nada de su
vida, a una edad en la que suele estar todo por construir, les quedó ese pecado
original, la cobardía nunca del todo justificada interiormente, el saber que
participaron del horror sin hacer nada por evitarlo más allá de cualquier justificación por más lógica y razonable que fuera.
¿Qué
influencia tuvo ese pasado en tantos miles de jóvenes argentinos? ¿En qué
medida esos jóvenes determinaron el presente de sus hijos, muchos de ellos ya
adultos y padres a su vez?
Los estragos ocultos que dejó ese
pasado, tal vez una de las partes del pasado que más determina algunas zonas esenciales del presente de miles de personas,
sigue entre brumas.
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