Estos
últimos tiempos se ha venido escuchando comentarios sobre la inutilidad de la
tortura. Se manejan datos en muchos medios tanto locales como extranjeros que
reflejan una especie de argumento de moda. Se dice que no sirve para obtener
información, que la que se consigue es falsa o, con mayor frecuencia, la que el
torturador quiere oír. Para confirmar esos criterios se dan una serie de datos
estadísticos producidos por los mismos torturadores, cuyos mandatarios no
pueden dejar de actuar como tecnócratas actuando más allá de los sentimientos y sólo en función de los resultados.
Por un
lado es enternecedor cómo hay muchos periodistas que intentan convencer a las bestias, con argumentos débiles y voluntaristas, de que lo sean un poco menos,
pero por otra parte resulta triste y desesperanzador pensar que hay que
encontrar una razón de orden estadístico para enfrentar a los que favorecen
semejante barbaridad y no el simple reconocimiento de que someter a alguien
indefenso a sufrimientos desesperantes está mal, es horroroso y degradante para
el que los produce y para la condición humana en su conjunto. Por lo que no se debe hacer.
En realidad el argumento de la utilidad de la tortura, mayor o menor,
nunca va a servir por su fundamental falsedad. No se tortura para obtener
información, lo que no es más que una excusa o tal vez algún caso marginal,
sino como herramienta del terror, como un auténtico acto terrorista. Y el que
la ejerce no es sólo un técnico o un justiciero, como se pretende hacer creer,
sino un sádico que encuentra placer en lo que hace y que es protegido por todo
el sistema que lo constituyó con frases nunca mejor aplicadas y tan a gusto del
héroe de la película de guerra cuando, a la vuelta del horror del que tomó
parte declara: Era un trabajo sucio
pero alguien tenía que hacerlo.
Con esta frase cualquier sádico se convierte automáticamente en un héroe patriota
y lírico, un romántico que nunca, ni en el peor de los casos, pierde la mística
de su amor por la libertad.
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