El Blog de Emilio Matei

lunes, 8 de octubre de 2012

Cruceros en Europa

Lo que algunos pierden otros ganan

Como en una contabilidad simplísima, en un debe y haber de la sociedad, hoy por hoy y más que nunca, el dinero, las riquezas, fluyen de una clase a la otra con la máxima rapidez y sin ninguna clase de pudor.

En Europa hay una industria y sus derivadas que en medio de una terrible crisis consigue crecer. Por lo que sé, un seis por ciento este último año. Y, como no podía ser de otro modo en un mundo en el que sigue reinando el liberalismo económico, se trata de una industria del lujo. La industria de los cruceros.
Desde los astilleros que lo fabrican hasta las agencias de turismo que venden los pasajes, los que están asociados a esta industria ganan cada vez más dinero. ¡Y hasta contratan más personal!

Pero qué se pierde y qué se gana

Lo que resulta tan atractivo y paradigmático, es que los cruceros tienen un algo teatral, un algo cinematográfico. Las dimensiones son las de un pueblo chico pero como el tiempo en el que la gente cohabita es escaso, las relaciones son más parecidas a las de una gran ciudad o, al menos, a las de un barrio extenso de una ciudad importante.
Ahí uno se encuentra con una serie de personajes de clase media, o media alta, rodeados de gente de clase baja y aventureros de todas partes del mundo que los atienden.  Si esto no incita a un artista nada lo va a incitar. Y si no pregúntenle a la inefable Agatha Christie.
En un crucero la cama la puede hacer un malayo, el café puede servirlo un brasileño, a los chicos los pueden animar una pareja de argentinos, en la peluquería te puede peinar un nativo de las Fiji, y así continúa la expresión de la mundialización en una curiosa versión conceptual en la que las nacionalidades pierden toda referencia política y, como en un delirio utópico, sólo quedan para el intercambio las costumbres de las personas y de sus pueblos de origen.

Tres kilos por semana y andar de aquí para allá sin objetivos

Qué se hace en un crucero. Y por qué se lo hace.
Según se dice, en un crucero se ganan tres kilos por semana. Me imagino que las cifras de engorde pueden cambiar pero lo que todas las personas con las que me crucé están de acuerdo es con que,  a pesar de la gimnasia y la música histérica omnipresente que la acompaña, en un crucero se gana peso en gran escala.
Parece ser que cuando una persona dice que quiere un tiempo para no hacer nada, de no pensar en nada y de dedicarse a descansar, habla sobre todo de estar en movimiento continuo y de comer como una bestia. Ya que ir al casino no le resulta atractivo a todas las personas y la vida al aire libre, casi siempre apilados en una piscina diminuta en relación a la cantidad de gente o siendo uno más de una interminable fila o matriz bidimensional de reposeras, no es para todos los temperamentos, es mejor comer los manjares más disparatados que a veces ni siquiera son tan ricos o de gran calidad, pero son muy pero muy abundantes, conditio sine qua non.
La gente que puede permitírselo huye, entonces, de su cotidianeidad agitada y temerosa de un mundo en crisis, para caer en un espacio cerrado en el que una cantidad de gente muy parecida a la que teme pero terriblemente extraña, se hace cargo de sus necesidades. Y, atención, no siempre con simpatía. No hay que olvidarse que los servidores muchas veces están sometidos a contratos que los obligan a estar demasiados meses fuera de sus casas. Eso tal vez cree una cierta  angustia, tal vez una cierta claustrofobia. Y como a menudo pasa en esos casos, la gente tiende a ponerse poco tolerante y agresiva.
Por el lado de los turistas todo se resuelve de modo más sencillo. Si se tienen las ganas y la edad, se puede hacer gimnasia a lo loco en medio de un estruendo ensordecedor. Pero para todos sin ninguna clase de discriminación, lo normal es apuntar a la comida como único objetivo y como única pauta, tanto de tiempos como de objetivos. El privilegio de comer de más lo que a otros les falta, no es retórico aquí.

Abajo el mar y arriba el cielo

Como en muchos de los placeres que disfrutan los que pueden, en los cruceros hay tanto disparates como maravillas. Por más que la mayor parte de la gente se la pase atiborrándose de comida todo el tiempo que puede aguantar despierta, y que le escape al silencio como de un peligro escondido, el mar y el cielo todavía existen. Y todo lo que hay entre los dos. El viento, la lluvia y las tormentas, los peces voladores que saltan del agua y planean entre las olas, los amaneceres y los atardeceres, el silencio de las madrugadas muy arriba en el barco, los olores de los puertos. Las historias que cuentan la personas, tanto los viajeros como los empleados, y las bebidas compartidas en cubierta. Los adolescentes que van por todos lados y que recordarán toda la vida, tal vez de modo no muy fidedigno, ese viaje en compañía de los padres o de los abuelos, los niños eternamente animados para que no molesten, los que se enamoran porque son jóvenes y los que son muy viejos y se despiden de la belleza que tal vez no vuelvan a ver.

Lástima que todo eso, por más que se haya ampliado en estos últimos años el espectro social que lo comparte,  sea todavía para una minoría que disfruta de una contabilidad con un debe y un haber injusto.

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