Lo
que algunos pierden otros ganan
Como
en una contabilidad simplísima, en un debe y haber de la sociedad, hoy por hoy
y más que nunca, el dinero, las riquezas, fluyen de una clase a la otra con la
máxima rapidez y sin ninguna clase de pudor.
En
Europa hay una industria y sus derivadas que en medio de una terrible crisis
consigue crecer. Por lo que sé, un seis por ciento este último año. Y, como no
podía ser de otro modo en un mundo en el que sigue reinando el liberalismo
económico, se trata de una industria del lujo. La industria de los cruceros.
Desde
los astilleros que lo fabrican hasta las agencias de turismo que venden los
pasajes, los que están asociados a esta industria ganan cada vez más dinero. ¡Y
hasta contratan más personal!
Pero
qué se pierde y qué se gana
Lo
que resulta tan atractivo y paradigmático, es que los cruceros tienen
un algo teatral, un algo cinematográfico. Las dimensiones son las de un pueblo
chico pero como el tiempo en el que la gente cohabita es escaso, las relaciones
son más parecidas a las de una gran ciudad o, al menos, a las de un barrio extenso
de una ciudad importante.
Ahí
uno se encuentra con una serie de personajes de clase media, o media alta,
rodeados de gente de clase baja y aventureros de todas partes del mundo que los atienden. Si esto no incita a un artista nada lo va a
incitar. Y si no pregúntenle a la inefable Agatha Christie.
En
un crucero la cama la puede hacer un malayo, el café puede servirlo un brasileño,
a los chicos los pueden animar una pareja de argentinos, en la peluquería te puede peinar un
nativo de las Fiji, y así continúa la expresión de la mundialización en una curiosa versión
conceptual en la que las nacionalidades pierden toda referencia política y,
como en un delirio utópico, sólo quedan para el intercambio las costumbres de las
personas y de sus pueblos de origen.
Tres
kilos por semana y andar de aquí para allá sin objetivos
Qué se hace en un crucero. Y
por qué se lo hace.
Según se dice, en un crucero
se ganan tres kilos por semana. Me imagino que las cifras de engorde pueden cambiar pero lo que todas
las personas con las que me crucé están de acuerdo es con que, a pesar de la gimnasia y la música histérica omnipresente
que la acompaña, en un crucero se gana peso en gran escala.
Parece ser que cuando una
persona dice que quiere un tiempo para no hacer nada, de no pensar en nada y de
dedicarse a descansar, habla sobre todo de estar en movimiento continuo y de comer
como una bestia. Ya que ir al casino no le resulta atractivo a todas las
personas y la vida al aire libre, casi siempre apilados en una piscina diminuta
en relación a la cantidad de gente o siendo uno más de una interminable fila o
matriz bidimensional de reposeras, no es para todos los temperamentos, es mejor
comer los manjares más disparatados que a veces ni siquiera son tan ricos o de
gran calidad, pero son muy pero muy abundantes, conditio sine qua non.
La gente que puede permitírselo huye, entonces, de su
cotidianeidad agitada y temerosa de un mundo en crisis, para caer en un espacio
cerrado en el que una cantidad de gente muy parecida a la que teme pero
terriblemente extraña, se hace cargo de sus necesidades. Y, atención, no
siempre con simpatía. No hay que olvidarse que los servidores muchas veces
están sometidos a contratos que los obligan a estar demasiados meses fuera de sus
casas. Eso tal vez cree una cierta
angustia, tal vez una cierta claustrofobia. Y como a menudo pasa en esos
casos, la gente tiende a ponerse poco tolerante y agresiva.
Por el lado de los turistas
todo se resuelve de modo más sencillo. Si se tienen las ganas y la edad, se
puede hacer gimnasia a lo loco en medio de un estruendo ensordecedor. Pero para
todos sin ninguna clase de discriminación, lo normal es apuntar a la comida
como único objetivo y como única pauta, tanto de tiempos como de objetivos. El privilegio de comer de más lo que a otros les falta, no es retórico aquí.
Abajo el mar y arriba el
cielo
Como en muchos de los
placeres que disfrutan los que pueden, en los cruceros hay tanto disparates como maravillas.
Por más que la mayor parte de la gente se la pase atiborrándose de comida todo
el tiempo que puede aguantar despierta, y que le escape al silencio como de un
peligro escondido, el mar y el cielo todavía existen. Y todo lo que hay entre
los dos. El viento, la lluvia y las tormentas, los peces voladores que saltan
del agua y planean entre las olas, los amaneceres y los atardeceres, el
silencio de las madrugadas muy arriba en el barco, los olores de los puertos.
Las historias que cuentan la personas, tanto los viajeros como los empleados, y
las bebidas compartidas en cubierta. Los adolescentes que van por todos lados y
que recordarán toda la vida, tal vez de modo no muy fidedigno, ese viaje en
compañía de los padres o de los abuelos, los niños eternamente animados para que no molesten, los que
se enamoran porque son jóvenes y los que son muy viejos y se despiden de la
belleza que tal vez no vuelvan a ver.
Lástima que todo eso, por más
que se haya ampliado en estos últimos años el espectro social que lo comparte, sea todavía para una minoría que disfruta de
una contabilidad con un debe y un haber injusto.
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