A fines de los años sesenta,
cuando importar un coche en Argentina era casi imposible, con tener un buen pasar era posible comprarse lo mejor que se podía conseguir,
un Renault 12 o un Peugeot 504. Y eso alcanzaba para poder lucirse y tener no
demasiados competidores. Con el advenimiento del menemismo y la consiguiente
apertura de la importación, ya la cosa se puso muy difícil. No cualquiera podía
comprar un Mercedes o un BMW. Eso nos puso nerviosos a muchos que hasta ese
momento nos habíamos sentido privilegiados con todo derecho.
Claro que no es cuestión de
reconocer que en realidad siempre
uno fue un clase media a gatas, un
burgués pequeño pequeño, como se tituló una película de Sordi que debió
traducirse como un burgués pequeñísimo
haciendo uso de ese diminutivo entre tierno y despectivo. Entonces se habló de
los advenedizos que con un poco de plata ya se sentían como uno.
El caso más divertido de ascenso de clase, si se
puede decir así de un fenómeno que no era más que la expresión de una tragedia,
lo viví en un astillero muy importante que, por los años del proceso, fabricaba
un crucero de nueve metros que costaba en su configuración básica, ochenta mil
dólares. Ese lindo barquito, ya que para acceder a la condición de barco debía subir sus medidas hasta no menos de trece metros, había
sido decorado por un par de señoras muy elegantes de la zona de San Isidro.
Pero los que los compraban eran militares y otros tristes personajes de las
distintas fuerzas armadas, casi siempre de rango medio o bajo, cuyo dinero
venía de robos y requisas en casas de militantes o de gente que fuera definida
como tal, agregado al usual de la trata de personas o de la droga.
El horror de esas lindas señoras no era el origen del
dinero, teniendo en cuenta que de esas
cosas inevitables no se hablaba, sino del mal gusto de los compradores y
sus feas mujeres. La ofensa máxima a
su dignidad de diseñadoras la tuvieron que sufrir cuando a un comisario se le
ocurrió orlar el parabrisas con flecos dorados como los que se usaban en los
colectivos del conurbano y a otro decorar el interior con una serie de gatos de
porcelana alineados de menor a mayor.
Y sí, el ascenso social de
las clases más bajas es de muy mal gusto y un atentado a los bien logrados
privilegios.
Por qué será, y vuelvo con
este tema leit motiv de más de uno de
mis artículos, que la gente esa
quiere las mismas cosas que uno. Y cuando esas cosas no son idénticas, es
porque consiguieron modificarlas hasta convertirlas en lo que ellos son, como
el caso de los cruceritos decorados
de más arriba. Lo que nos obliga a abandonarlas.
Ahora la clase media debe
estar más alerta que nunca.
Hoy en día, en la mayor parte
de los casos no se puede objetar a los nuevos ricos por la procedencia de su
dinero, que lo peor que tiene es que es nuevo,
ya que casi siempre es resultado del trabajo acompañado por políticas de estado
dictatoriales, populistas y distributivas de una falsa democracia en las que
todos los votos valen lo mismo.
Claro que si el dinero fuera
mucho tampoco molestaría porque los ricos, es bien sabido, no molestan nunca,
todo lo contrario, hasta su proximidad nos prestigia. Y si sus gustos fueran
extraños no serían más que excentricidades.
Una de las terribles novedades
de estos tiempos que corren es que aún sin poseer una fortuna hay un montón de
personas que pretenden ocupar los espacios más agradables con las llamadas segundas residencias. Lugares que por su
propia naturaleza deberían tener una distancia prudente entre las casas y de
ser posible obviar las cumbias, salvo que el nene haga una fiesta o que se
pongan de moda, y los asados demasiado humeantes. ¡Hasta sus rotweilers se
pelean con nuestros golden retrievers! O viceversa.
En conclusión, y aunque no lo pueda decir en voz alta porque es políticamente muy incorrecto, un país que crece se vuelve insoportable.
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